martes, 7 de abril de 2009

Clérigos y laicos en otros tiempos

Todas las iglesias, excepto quizá las capillas privadas, tenían alguna clase de barrera o demarcación física que separaba el coro del clero y la nave de los laicos. Esta división reflejaba el condominio de propiedad del clero y del pueblo. El pueblo se paraba o arrodillaba para rezar en la nave, que en ese tiempo estaba libre de las modernas filas de bancos. Las pantallas medievales daban más que acceso visual al coro; la puerta central permitía a las procesiones salir y entrar. El clero entraba al sector del pueblo para los ritos como la bendición de las candelas en la fiesta de la Candelaria, y el pueblo entraba al coro para la bendición matrimonial. En la nave, los parroquianos tenían gran libertad de movimiento y expresión, en parte debido a que literalmente eran dueños de ella. Para irritación de los clérigos, el pueblo caminaba hacia la pantalla del lado del clero para venerar los altares y las reliquias o simplemente para curiosear. La pantalla no era una barrera impenetrable; su puerta no tenía llave. Benvenuta Bojani una vez recibió la Comunión en una iglesia dominica en la fiesta del fundador de la Orden. Mientras hacía su acción de gracias, el mismo Santo Domingo se le apareció y curó de una enfermedad en sus piernas. Entonces la condujo a ella y otras dos mujeres piadosas a través de la puerta de la pantalla hacia el coro, a pesar del desagrado del sacristán (que no podía ver al santo). Benvenuta fue directamente hacia el altar mayor, donde profesó un voto de castidad a Dios. Otras mujeres en la iglesia, inspiradas por su ejemplo, se amontonaron en el coro tras ella. Luego de agradecer en los altares laterales de la Santísima Virgen y de Santo Domingo, Benvenuta despidió a sus acompañantes y caminó de regreso a casa. Su hagiógrafo se queja de que su presencia en el coro era “contraria a la costumbre”, pero no era para nada fuera de lo común.

Casi todas las iglesias del período comunal estaban construidas con su ábside hacia el este. Cuando un obispo bendecía una iglesia, pronunciaba las oraciones consagratorias mirando al este y al sol saliente, posicionándose a lo largo del eje oeste-este del edificio. Cuando se reunían, el pueblo y el clero miraban juntos hacia el este, hacia el altar mayor. Cuando los cristianos miraban al este en la Europa Occidental, también miraban hacia la Tierra Santa y la ciudad de Jerusalén, el lugar donde el Salvador murió, resucitó y regresará. Su postura mostraba que esperaban la completitud de la historia de la salvación y el fin del tiempo. La asamblea era un pueblo en marcha en el tiempo y el espacio; no rezaba vuelto hacia él mismo. Tan universal y normativo era este posicionamiento en el espacio cósmico y el tiempo sagrado, incluso durante la oración privada, que durante las investigación de la Inquisición del popularmente canonizado san Armanno Pungilupo, el testigo Bonfandino se preguntaba si la ocasional falta de orientación al este en la oración de ese santón podía ser indicativo de herejía. Avanzado el siglo XIII, el laicado se hizo más sensible a la división entre el espacio y la actividad sagrada y profana. Hicieron de su sector de la iglesia, la nave, un lugar tan sagrado como el coro, para ser utilizado en la oración, no ya en los negocios seculares. Un escritor laico enfatizaba que en la nave uno debía reverenciar a Dios y a los santos en silencio: sin risas, ni juegos, ni bromas o cosas sin sentido. Las ciudades pronto miraron con horror los viejos usos de la nave para beber, coquetear con una mujer o, peor, la violencia o el insulto.

Pedro el Cantor, en un manual de oración que circuló en la Italia comunal, explicaba cómo ingresar a la iglesia. “Los hombres y mujeres católicos” primero deben arrodillarse o inclinarse hacia el altar del este, recitando el Gloria para saludar a la Trinidad. Esa misma oración era también un saludo apropiado para dirigirse al Salvador en Misa tras la Consagración. Arrodillarse para rezar o expresar reverencia era algo relativamente nuevo en el siglo XIII, y era un hábito laical. El clero cantaba sus oraciones sentado o parado. Los sacerdotes aún realizaban una pronunciada reverencia hacia la cruz como gesto de respeto; mientras que los laicos preferían arrodillarse. El franciscano Salimbene de Parma notaba que los laicos del siglo XIII no sólo se arrodillaban para rezar, sino que estaban adoptando rápidamente la genuflexión en una rodilla—especialmente durante la elevación de la Hostia. Los comentarios de Salimbene sugieren que a no todos los sacerdotes les gustaba la libertad de expresión corporal de los laicos. Más que los laicos se conformaran a los usos de los clérigos, preferían que permaneciesen parados durante la oración. Los papas, sin embargo, se mostraron mucho más abiertos a la piedad laical. Comenzando con el pontificado de Gregorio IX (1227-41), el amigo de San Francisco, las imágenes de los papas en oración invariablemente los mostraba arrodillados con las manos juntas, la postura del laico, en lugar de la iconografía más vieja que mostraba a los papas de pie con los brazos extendidos, la postura del clérigo. El laicado eventualmente se ganó a los clérigos: los sacerdotes adoptaron la genuflexión laical desde principios del siglo XIV, pero no se convirtió en la forma normal sacerdotal de reverencia en Misa hasta fines del siglo XV. Para los laicos, la acción y el gesto expresaban mejor que la palabra hablada las oraciones y disposiciones privadas. Luego de que cuatro de sus hijos murieron repentinamente, Raimondo de Piacenza llevó a su quinto hijo a la iglesia de Santa Brígida, donde acostumbraba escuchar Misa y el Oficio divino. Se paró frente a la gran cruz en la pantalla del coro y silenciosamente alzó a su hijo, prometiendo allí mismo a Cristo que dedicaría al infante a una vida de castidad. Raimondo mantuvo la oblación en secreto por el resto de su vida. Cuando, en su lecho de muerte, reveló la oblación a su hijo, el joven prometió mantener el voto. En el funeral de su padre, pidió al obispo aceptarlo como fráter en la canónica fundada por su padre, de modo de poder cuidar la tumba de Raimondo.

--Augustine Thompson, O.P.,
Cities of God: The religion of the Italian communes, 1125-1325
(University Park, PA: The Pennsylvania State University Press, 2005).


Foto de Todi, Perugia, Umbria
(gentileza de Galería de Pizzodisevo).

 

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